Feb 25, 2014 Verónica Caribe, Centro América y México, Columnistas, Con Amigos, Destinos, Estilos de viaje, México, Verónica 0
Aunque ya no tiene el glamour del que presumía entre los años ’50 y ’70 (cuando John F. Kennedy, Elizabeth Taylor, Brigitte Bardot, Liza Minelli y Elvis Presley viajaban para disfrutar de sus playas), famosos y artistas siguen teniendo sus casas de veraneo sobre las colinas de la ciudad y con vista al mar.
Es un lugar ideal para ir con amigos. Así al menos lo sentí yo, cuando llegué a la ciudad después de vagar por México, con mi mochila al hombro, por más de un mes y sola. El plan perfecto para Acapulco son días de playa y mar, y noches de bares y copas.
Mis 24 horas en la Acapulco comenzaron en Playa Papagayo, una de las playas más alejadas pero también más populares. Les aconsejo llegar temprano y disfrutar del sol y la tranquilidad y de caminar despreocupadamente. A partir del mediodía todo cambia y se vuelve insoportable la cantidad de gente que llega al lugar.
Cuando los turistas comienzan a llegar en masa, el mejor plan es abandonar lona y sombrilla y dedicarse a caminar por la arena (en especial hacia el final de la bahía donde están todos los hoteles de cinco estrellas) o tomar uno de los barcos que recorren la bahía. La mayoría de ellos tiene canilla libre y música en vivo. Aunque la música no es de la mejor, vale la pena ver cómo el sol se esconde en el mar.
Cuando la noche cae, Acapulco despierta. Los bares y restaurantes cercanos a la playa se llenan. Uno de mis preferidos (y muy popular) es el bar BarbaRoja. Desde allí puede apreciarse la bahía iluminada en todo su esplendor. Con velas sobre las mesas y música de fondo (aquella noche, Frank Sinatra) es el lugar perfecto.
Después de tomar unos tragos decidí tomar un colectivo de línea, camiones como les llaman en México, que me llevó al lugar donde los clavadistas muestran su destreza. En aquel colectivo, que tenía luz violeta y reguetón a todo volumen (¡casi una disco!), llegué a la Quebrada. La Quebrada es un acantilado de 45 metros de alto, desde donde los clavadistas -desde 1934- muestran su audacia, lanzándose desde la altura y calculando el momento justo en el que las olas llegan y hacen que el nivel del mar suba. Cualquier error de cálculos sería fatal.
Mi noche en Acapulco terminó de aquella manera, con los jóvenes que se tiraban -ante las miradas pasmadas de los turistas- desde las rocas, primero iluminados por los reflectores y luego por antorchas que los acompañaban en la caída.
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