Feb 17, 2014 Verónica Columnistas, Con Amigos, Destinos, En pareja, Estilos de viaje, Europa, Francia, Verónica 0
En vasco se llama Donibane Garazi. Este pequeño y pintoresco pueblo vasco-francés, atravesado por el río Errobi, es visitado por cientos de viajeros y peregrinos cada año que inician allí su recorrido por el Camino de Santiago.
Saint Jean Pied de Port (st-jean-pied-de-port.fr) es un pueblito medieval, de no más de 1500 habitantes, ubicado en la frontera francesa. Con su geografía ondulada, sus casas blancas de techos de tejas, sus malvones en las ventanas, sus viñedos y sus huertas, es un lugar mágico. Custodiado por los imponentes Pirineos, sus calles adoquinadas se llenan de bruma al amanecer y sus ventanas encendidas son un espectáculo por las noches.
Es el lugar ideal para tomar sidra vasca y disfrutar de los quesos, comprar alpargatas de yute y suela de goma, y elegir entre las vistosas lonas a rayas que venden en casi todos los comercios del lugar.
Los alojamientos se dividen allí en albergues y en hoteles, como en casi todo el camino. Los hoteles tienen toda la comodidad de cualquier alojamiento tradicional y están pensados para los viajeros más exigentes. Los peregrinos, en general, optan por los albergues (más austeros, despojados y económicos).
Llegué al pueblo una tarde de octubre, cuando empezaba a caer el sol. Con mi mochila al hombro, mi Borbón en mano y mi vieira atada que indicaban que pronto dejaría de ser una simple viajera para convertirme en una peregrina. Allí empezaría, a partir del día siguiente, mi recorrido por aquel camino milenario que -desde mucho antes de la edad media- transitaron habitantes de toda Europa para llegar a Finisterre (el fin del mundo conocido).
Me alojé en la casa de Maria del Camino, una residencia de familia de tres plantas. Su dueña alquilaba habitaciones a peregrinos y yo terminé en una de ellas.
Si no hubiese sido porque la noche tenía una oscuridad impenetrable y negra, me hubiese lanzado al camino esa misma tarde. Pero me fue imposible. Dormí hasta las cinco como pude. Cuando faltaban quince minutos para las seis, me despedí. Recibí el tradicional saludo de “buen camino” y comencé a andar. Tuve la linterna encendida por una hora hasta que, por fin, el sol comenzó a salir sobre las montañas y puso ante mis ojos la belleza soberbia e inigualable de los Pirineos.
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